El olor exhausto de velas

La mañana apenas había llegado y todos estaban tristes.
Durante la madrugada lloró bajito.
Sólo se oyó el leve sonido de un alma gimiendo.
En todo el aire se respiraba el olor exhausto de velas.
Un perfume aceitoso de flores impregnaba la sala
invadía el cuarto abierto donde la pequeña hija lloraba.
Sobre la mesa estaba el muerto.
Fuera simple, fuera hermoso, hasta que un ala sombría lo alcanzó como un sable.
Ella todavía no creía: las niñas ahora sin padre, el marido asesinado.
Cortara más que a él aquel golpe de navaja. El filo la dejó en pedazos.
Si fuera piedra, un astillero la habría destrozado.
Habría implosionado enteramente si fuera otra arma, un fusil, una escopeta.
Ahora estaba sola, ningún ángel descendía de los montes para consolarla.
Había aquel viento helado que soplaba dentro del alma.
El invierno era un monstruo que retrasaba su llegada.
Se movía a toda la casa en una infinidad de rezos.

La vida de Leonarda fuera de pasión y locuras.
Mujer, madre, amante, hermana, dama resistente, luchadora.
Ahora sólo la imagen fría de una señora de marido muerto.
Un marido muerto, matado.

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